Todos los días paso por el edificio que la Gobernación de Santa Cruz le regaló sin mayores pataleos al Gobierno central (la raquítica autonomía alimentando al centralismo epulón) y veo allí desde muy temprano, a decenas de jóvenes haciendo cola para tramitar su título de bachiller. Cientos de horas perdidas, cerebros adormecidos y energía derrochada en la agobiante y cleptómana burocracia boliviana.
El pretexto para reclamar el edificio fue facilitarle la vida a los estudiantes y profesores, pero al final, apenas le han ahorrado un viaje en micro al Plan Tres Mil, porque las colas siguen en las mismas. En todo este tiempo, a ninguno de los grandes cerebros que manejan la educación boliviana se le ocurrió modernizar las cosas e implementar, por ejemplo, un sistema de trámites a través de internet, como lo hace la Aduana con los “chuteros” con grandes ventajas. ¿O es que la educación es menos que el contrabando de autos?
En plena era de la información y la tecnología, que se ha hecho para acortar distancias y reducir tiempos, se ven colas por todos lados en este país y cada vez aumentan. El Segip prometió cambiar la historia de los trámites del carnet de identidad y estamos en las mismas y ni les cuento la tragedia de las licencias de conducir porque es de terror. Un turista brasileño o argentino que intente ingresar con su automóvil al territorio boliviano deberá esperar hasta dos días en la frontera, mientras que el trajín inverso sólo toma dos horas.
Las colas expresan mejor que ningún otro fenómeno el atraso del país, su bajo nivel de productividad y la ausencia del principio de competitividad. No nos extrañemos que mientras más colas existan, Bolivia seguirá estando en la cola en todos los ránkings internacionales.
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