Los alteños piden pena de muerte, cuando en realidad deberían exigir que la pena capital sea erradicada del país. La pena de muerte existe para millones de ciudadanos expuestos a índices de criminalidad creciente, mientras las autoridades se extravían en cumbres, programas y promesas que llevan mucho tiempo sin cumplir.
La pena de muerte existe porque la justicia no cumple, se encuentra politizada, está deleitándose y medrando con chantajes digitados desde el poder, mientras los delincuentes hacen de las cárceles una escuela con puerta giratoria, burlada una y mil veces. La pena de muerte existe porque tenemos una Policía a la que no le interesa la seguridad de la gente, pues usa toda su energía para proteger a los mandamases de turno. La poca fuerza que le queda no tiene moral suficiente. Es tan escasa, que puede ser se comprada por el valor de un pollo, así de literal y grotesco.
No nos extrañemos, entonces, cuando la población sale a pedir pena de muerte o corre a las calles a linchar a cualquier ladrón de gallinas que se le cruza. No es barbarie, aunque se trate de una reacción condicionada por los demagogos de la dichosa “justicia comunitaria” y tampoco es darle poco valor a la vida, como piensan otros, que en su momento tuvieron la oportunidad de hacer algo y se quedaron en las promesas. La vida está desvalorizada sí, pero precisamente quienes tienen el deber de protegerla, son los que se burlan de ella, la soslayan y la rifan todos los días.
Los que exigen pena de muerte, algo prácticamente imposible de instaurar en el país porque la legislación internacional lo prohíbe, deberían más bien gritar a voz en cuello “queremos vivir”, porque en realidad todos estamos amenazados. Matar unos cuántos criminales -suena muy feo, pero es así-, no resolverá ningún problema, lo han demostrado la historia y las estadísticas, mientras que al proteger la vida, al promover una cultura de la seguridad, de la sana convivencia y la prosperidad colectiva, serán muchos los salvados, incluso aquellos que hoy se creen indestructibles.
Nuestra Policía. Cuándo van a entender los responsables de esta institución, que la pérdida de credibilidad los está llevando a la destrucción. La politiquería los está aniquilando. Cada vez son más bochornosos los actos de sus camaradas. La gente se ríe de ellos, les pierde el respeto y, por supuesto, los delincuentes hacen lo mismo. Deben admitir que hay un problema que los ha rebasado y que la solución pasa por hablar claro con el poder. Ellos son advenedizos, no miden las consecuencias de sus actos. Los policías, de la misma forma que los militares, los jueces y todas aquellas instituciones involucradas en el problema, están en la misma encrucijada que se encontraban cuando se planteó un “proceso de cambio” en el país. Se encuentran ante la misma urgencia de una revolución moral y ética que no les ha llegado y que tienen el deber de encararla.
La pena de muerte existe porque la justicia no cumple, se encuentra politizada, está deleitándose y medrando con chantajes digitados desde el poder, mientras los delincuentes hacen de las cárceles una escuela con puerta giratoria, burlada una y mil veces. La pena de muerte existe porque tenemos una Policía a la que no le interesa la seguridad de la gente, pues usa toda su energía para proteger a los mandamases de turno. La poca fuerza que le queda no tiene moral suficiente. Es tan escasa, que puede ser se comprada por el valor de un pollo, así de literal y grotesco.
No nos extrañemos, entonces, cuando la población sale a pedir pena de muerte o corre a las calles a linchar a cualquier ladrón de gallinas que se le cruza. No es barbarie, aunque se trate de una reacción condicionada por los demagogos de la dichosa “justicia comunitaria” y tampoco es darle poco valor a la vida, como piensan otros, que en su momento tuvieron la oportunidad de hacer algo y se quedaron en las promesas. La vida está desvalorizada sí, pero precisamente quienes tienen el deber de protegerla, son los que se burlan de ella, la soslayan y la rifan todos los días.
Los que exigen pena de muerte, algo prácticamente imposible de instaurar en el país porque la legislación internacional lo prohíbe, deberían más bien gritar a voz en cuello “queremos vivir”, porque en realidad todos estamos amenazados. Matar unos cuántos criminales -suena muy feo, pero es así-, no resolverá ningún problema, lo han demostrado la historia y las estadísticas, mientras que al proteger la vida, al promover una cultura de la seguridad, de la sana convivencia y la prosperidad colectiva, serán muchos los salvados, incluso aquellos que hoy se creen indestructibles.
Nuestra Policía. Cuándo van a entender los responsables de esta institución, que la pérdida de credibilidad los está llevando a la destrucción. La politiquería los está aniquilando. Cada vez son más bochornosos los actos de sus camaradas. La gente se ríe de ellos, les pierde el respeto y, por supuesto, los delincuentes hacen lo mismo. Deben admitir que hay un problema que los ha rebasado y que la solución pasa por hablar claro con el poder. Ellos son advenedizos, no miden las consecuencias de sus actos. Los policías, de la misma forma que los militares, los jueces y todas aquellas instituciones involucradas en el problema, están en la misma encrucijada que se encontraban cuando se planteó un “proceso de cambio” en el país. Se encuentran ante la misma urgencia de una revolución moral y ética que no les ha llegado y que tienen el deber de encararla.
Promover la cultura de la vida no es una cuestión idílica y no es solo para los pacifistas. La seguridad debe ser parte del vivir bien del que tanto se habla. La inseguridad empobrece, es causa de atraso y de más exclusión. La lucha contra la delincuencia es hoy una de las mayores prioridades que debe encarar el Estado.
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