El presidente Morales decía hace algunas semanas que la mejor salida para solucionar el conflicto de límites entre las comunidades de Potosí y Oruro, era dejar todo en manos de las autoridades locales para que ellos sean quienes apliquen sus propios métodos y códigos de justicia y apartar del problema a los gobernadores y otros mandos republicanos. Como se sabe, y pese a la buena voluntad que hubiera existido en la premisa presidencial, ha sido la violencia el método empleado para zanjar un trance que lleva siglos sin resolverse.
La semana pasada, la confrontación se apoderó de las comunidades de Coroma y Rodeo, con un saldo de 28 heridos, algunos de ellos de gravedad producto del enfrentamiento con explosiones de dinamita. Este conflicto, originado en el control de un sector de producción de quinua y recursos minerales, ha estado latente desde los tiempos de la Colonia, pero ha cobrado vigencia en los últimos años, como consecuencia de la efervescencia política generalizada en el país y que ha arrojado cifras récords en la actividad conflictiva.
El peligro no solo radica en que los enfrentamientos entre campesinos potosinos y orureños están a un paso de repetirse, ya que el diálogo parece muy difícil de instalar en la zona, sino que este tipo de eventos pueden reproducirse en otras partes del territorio, donde también existen pugnas limítrofes. Además de los recientes conflictos que enfrentan a tarijeños y chuquisaqueños o a benianos y cochabambinos por el parque Isiboro Sécure, hay decenas de casos sin resolver, producto de la superposición de jurisdicciones generada por la descontrolada explosión municipal.
El Gobierno ha actuado con cautela, ha evitado la militarización de la zona de conflicto para evitar más provocación y por lo menos, ha logrado, gracias a la intervención de una ministra, que los mallkus de ambos bandos enfrentados, se den la mano (algo que jamás había sucedido) y entreguen a los rehenes que mantenían cautivos. El diálogo no ha prosperado, porque curiosamente, los comunarios de Coroma, exigen previamente una Ley de Límites aprobada por la Asamblea Legislativa, lo que indica que pese a todos los sistemas institucionales y normativos ancestrales, los propios habitantes de esas lejanas tierras altiplánicas, están demandando una acción institucional enmarcada en el sistema legal republicano.
La revalorización de la justicia comunitaria y las formas de organización ancestrales preexistentes en Bolivia, no debe llevarnos a la presunción de que el Estado y sus normas deben quedar al margen de algunos sectores, que den lugar al florecimiento de una suerte de zonas de exclusión. La meta del Estado debe ser convertir en ciudadanos plenos a todos los hijos de esta tierra, sin distinción.
Estamos viviendo un proceso político que suponen transformaciones esenciales y lo lógico es suponer que aquello implique más justicia, más equidad y mejores condiciones de vida para todos. Una de las premisas fundamentales debe ser conducir estos cambios en un ambiente pacífico, de respeto a las leyes y el imperio del Estado de Derecho. Eso también supone el fortalecimiento del Estado como regulador de las relaciones humanas en todos los sitios bajo la soberanía nacional.
Uno de los principales problemas de Bolivia ha sido precisamente la ausencia de Estado en muchas partes del territorio nacional y el deber del “proceso de cambio” es precisamente remediar ese déficit. “Sacar los pies del plato”, ya sea por cuestiones políticas o por cualquier otro motivo, nunca será la mejor salida para construir una sociedad moderna, libre de las tribalizaciones que han estado acechando últimamente.
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