jueves, 1 de marzo de 2012

Mensajes y mensajeros

Mi sobrino Santiago está en la edad de apuntar. Alza su dedito y no
para de decir “mirá esto”, “mirá aquello”. El otro día me mostraba
unos autos en la calle y yo bromeaba con él, pues en lugar de dirigir
mi mirada a los vehículos, me fijaba en su dedo y le preguntaba
“¿dónde?, no los veo”.  Antes de reírse por el chiste, me puso una
cara de asombro por lo tonta que parecía mi manera de razonar. Al
final todo terminó en chacota y una buena dosis de cosquillas.

Esto que parece un juego sin importancia nos suele suceder todos los
días. Con demasiada frecuencia, confundimos el mensaje con el
mensajero. Nos enfrascamos en sesudos debates sobre el “quién”, sobre
el tono en que nos dicen las cosas, en las formas, en lugar de
concentrarnos en el “qué” y mucho más todavía en el “por qué” de las
cosas.

Cuántas veces no hemos escuchado decir: “y quién es éste pues para
decirnos tal o cual cosa…” y con ese mezquino razonamiento desechamos
el buen consejo de un maestro, la sabiduría de un sacerdote e incluso
la experiencia de nuestros padres. Nuestros líderes se molestan cuando
los periodistas lanzan críticas o cuando alguien de buena voluntad,
expresa advertencias o recomendaciones. “Ese es un opositor, tiene
intereses políticos, es un emisario de la CIA o de la embajada, quiere
destruirnos”.

Esa forma de evasión suele ser adutodestructiva. Lo ha sido a lo largo
de la humanidad. Socrates, Jesucristo, Galileo, todos ellos han tenido
que sufrir el desprecio, porque quienes debían escuchar sus mensajes, se
concentraron en el origen del emisario, en su apariencia y en muchos
otros detalles sin importancia. Es por eso que “nadie es profeta en su
tierra” y, como ya lo dije alguna vez, preferimos juzgar a las cosas
por su cáscara, antes de probar el jugoso mensaje que nos suelen
apuntar.

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