La lucha contra el centralismo no fue inventada en Santa Cruz y tampoco la iniciaron los recientes movimientos autonomistas, que han comenzado a hacer aguas por agotamiento y el repliegue de sus líderes, ante la hostilidad de una élite gobernante que resiste al cambio más trascendente que debería experimentar el país en los 186 años de historia republicana.
El centralismo es un mal endémico de la civilización, heredado de viejas estructuras imperiales y feudales que necesariamente deben evolucionar. Este modelo de Estado ha sido prácticamente erradicado de Europa y sobrevive con fuerza sólo en naciones latinoamericanas, donde grandes pensadores de la talla de Octavio Paz, Mario Vargas Llosa y Jorge Luis Borges, han coincidido en acusar a este defecto de la administración del poder, como la raíz de casi todos los males del continente, como la pobreza, el abuso, la corrupción y el autoritarismo.
La lucha contra el centralismo no es una simple pelea por los recursos, no se resume a la búsqueda de un nuevo esquema administrativo que mejore la gestión pública y tampoco se reduce a una mera descentralización del poder. En realidad, se trata de un paso indispensable en la evolución de la democracia, una tendencia natural de la humanidad en su lucha por el bienestar colectivo y la convivencia pacífica.
La guerra que cualquier sociedad humana debe encarar contra el centralismo es ineludible. No se trata de enfrentar colectividades con rasgos culturales distintos, diferentes generaciones o ideologías confrontadas y a partir de ahí plantear procesos descentralizadores. Precisamente la desconcentración del poder es la manera de resolver estas particularidades y atacar problemas estructurales, que en países como Bolivia, no serán resueltos mientras perdure el esquema perverso actual, que no hace más que perpetuar las desigualdades.
O es que alguien puede pensar que Suiza o Noruega hubieran podido llegar a ocupar los niveles de progreso y desarrollo humano con un centralismo como el boliviano, que concentra el 85 por ciento de los recursos del país. Lo triste es que más del 60 por ciento de ese dinero debe ser destinado a financiar un costoso aparato represivo y de seguridad, enfocado a proteger una estructura estatal y a la élite que lo controla, que jamás será capaz de responder a las reales necesidades de la ciudadanía. Sólo hay que ver el presupuesto del Estado Plurinacional y verificar las asignaciones a los ministerios de Defensa y de Gobierno para comprobar esta iniquidad.
La lucha contra el centralismo en Bolivia siempre ha sido dura. Lo puede atestiguar la historia de Andrés Ibáñez, asesinado por un Gobierno central que se dedicó a perseguirlo en lugar de proteger las fronteras nacionales de invasiones extranjeras. Los líderes cívicos de los años 50, algunos de los cuales están vivos, pueden mostrar las heridas y hablar por las víctimas que dejó la rebeldía de un puñado de cruceños frente al centralismo que ahoga no sólo a Santa Cruz, sino también a Potosí, a Tarija, a los Yungas y a todo lo que se encuentre más allá de la plaza Murillo.
El proceso político actual es fuerte, pero no representa la mayor arremetida contra la descentralización que se haya experimentado en Bolivia. Hay que recordar que Santa Cruz ha sido invadida militarmente en varias ocasiones, ha corrido sangre por esta causa y aun así la lucha se mantuvo. Necesitamos líderes que no se amilanen con los últimos coletazos del centralismo, conductores que no abandonen las filas y menos aún, que se conviertan en funcionales a este esquema decadente.
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